Año y medio, un punto de inflexión.

Adrián fingiendo

La verdad es que mi hijo me ha ido sorprendiendo desde que nació, supongo que como a cualquier otro padre primerizo.

Me ha ido demostrando como muchas cosas vienen heredadas, y no aprendidas, aunque sean gestos o posturas que serían más propias de la adquisición por imitación que de la determinación genética. Y me ha enseñado cómo, en pocos meses, se pasa de gatear a andar, o a trepar o a subir escaleras.

Pero, si hay un cambio que he notado drásticamente, ha sido el del año y medio.

Desde inicios del verano, con 15 ó 16 meses, ya vimos que empezaba a llorar de mentira. Lo hacía de una forma bastante simpática y burda; fácil de distinguir, mirándote para ver si le echabas cuenta o tapándose sólo un ojo para poder mirar con el otro…

Más o memos por esa misma época ya reconocía perfectamente todas sus palabras básicas (no, mío, dame, toma, papá, mamá, agua, déjame, vamos, cuco, ahí, etc.) y era capaz de entender frases sencillas con esas palabras. Por ejemplo “dame eso” señalando algo y te lo daba.

Pero ha sido ahora en Septiembre, con 18 meses, cuando hemos visto dos cambios muy importantes.

Por un lado, que su lloro de mentira ha mejorado mucho; tanto que ahora (a veces) sí que no sé si es de verdad o de mentira. Y, por otro lado, que ya entiende frases complejas perfectamente y por tanto entiende prácticamente todo lo que hablamos (aunque él todavía sólo sepa entender y no crear esas frases complejas). Por ejemplo, puedes decirle desde la puerta de la entrada “Adrián coge la pelota si quieres llevarla a la calle” y él va y busca la pelota en otra habitación y se la trae.

Y, junto con esos dos cambios, he detectado una habilidad nueva: capacidad de planificación futura.

Es cierto que esa capacidad de planificación futura debe estar relacionada con la comprensión de frases complejas porque muchas de ellas implican acciones posteriores pero, en cualquier caso, a mi me ha resultado sorprendente.

Cuento a continuación los hechos sucedidos esta semana, donde se ven reflejadas las tres cosas.

Desde hace unos días, a la innata cabezonería de mi hijo (“personalidad de propósito muy firme” según su abuela…) se ha unido la rebeldía física. Eso ha implicado que ciertas cosas hayan pasado a ser realmente complicadas.

Por ejemplo, cambiar un pañal cuando el niño no quiere (cabezonería) y no se deja (resistencia física) se hace casi imposible sin hacerle daño.

Las alternativas son:

Opción 1: Realizar la tarea (poner el pañal o la que sea) por la fuerza.
Sinceramente, lo he conseguido dos ves y para ello he tenido que sujetar el cuerpo del niño con una pierna mientras le ponía el pañal con las dos manos…
Eso aparte de violento para mí, y para él, es arriesgado porque, si te equivocas midiendo tus fuerzas, le puedes hacer daño. (Ya que el emplea su resistencia física sin ningún tipo de control y yo no soy especialista en sujetar niños con la pierna…)

Opción 2: Darle al niño un cachete en el trasero para que se esté quieto.
Sinceramente, no lo he probado y no creo que funcione. Primero porque no creo que entienda lo que implica ese azote y segundo porque cuando está en ese estado de resistencia le da tan igual todo que posiblemente lo único que consiga sea que él haga más fuerza y que llore más todavía.

Opción 3: Paciencia, pero paciencia activa.
¿Qué significa esto? significa que hay que esperar a que el niño, nuestro hijo, entre en razón propiciando el ambiente para ello.
Cuando hace unos días empleamos este método por primera vez ni siquiera yo estaba totalmente convencido de que el niño realmente pudiera entender la situación y que, por tanto, funcionase el sistema. Tenía indicios que me animaban a pensar que estaba en lo cierto pero no tuve certeza hasta que lo vi.

Una tarde el niño tenía puesto el pañal pero no quería ponerse el pijama y empezamos la técnica de paciencia activa. Lo dejamos tranquilamente en el suelo. Le explicamos que tenía que ponerse el pijama si quería cenar y ver sus dibujos favoritos, y dejamos de echarle cuenta.

Empezó a llorar (tenía hambre) y lloró mucho. Más, cuanto más lo mirabas; más, cuanto más le volvías a explicar (con paciencia) que tenía que ponerse el pijama. Finalmente le dije a mi mujer que ignorase completamente el niño, que yo estaba convencido de que él ya había entendido la situación y que la próxima vez debía ser él el que se acercara y nos buscase a nosotros y no al revés.

Lloró unos minutos más y al poco, él solito fue a la mesa, se puso de puntillas, cogió el pijama, se lo llevó al sofá a su madre y le dijo con señas que se lo pusiera.

Habían pasado 50 minutos… obviamente luego le pusimos sus dibujos favoritos y cenó.

Este hecho nos mostró los dos cambios: su perfeccionamiento en el lloro y su capacidad para entender todo lo que le habíamos explicado.

Tres días después me enseñó como se planifica… eso lo cuento en la siguiente entrada 🙂

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