47, 41, 34, 29…

Imagen gris

47 al sol, 41 a la sombra, 34 de noche y 29 de madrugada.

Esas son las temperaturas que hemos tenido estos días. Realmente no creo que algunas sean muy elevadas para esta época del año, pero otras sí.

En los mismos termómetros he visto otros años 49 al sol o 42 a la sombra, pero raras veces recuerdo haber tenido 29 grados de madrugada y ¡27 al amanecer!.

La diferencia de estos días ha sido el cielo cubierto.

El lunes 9 de agosto, cuando iba por la mañana al trabajo, se podía mirar perfectamente al sol blanco que se levantaba. La capa de nubes dejaba mirarlo unos segundos sin molestar, como una pelota blanca. Parecía una inmensa Luna, pero era el Sol.

A esa hora de la mañana, pese a que no hacía nada de frío (27 grados) no llegué a pensar en como iba a evolucionar el día.

Salí del trabajo a las cinco de la tarde. A esa hora hacía calor, lo normal en la moto, rayos de sol y aire caliente.

Por circunstancias (y por rebajas) estuve de compras en un centro comercial hasta las ocho y media de la tarde y entonces, a la salida, es cuando me di cuenta de lo diferente que era ese día.

Esa tarde, a esa hora ya era casi de noche. Cuando a esa hora, en esta época del año, suele haber claridad y luz amarilla de sobra. El ambiente se veía como gris, no sólo por la falta de luz sino por lo denso y espeso que parecía el aire.

No había excesiva humedad, pero desde luego no era el típico día de calor seco donde los rayos del Sol llegan limpiamente al suelo. Esa tarde los rayos de sol no se veían. Estaban ahí, calentando la Tierra, pero desde fuera, como si la Tierra estuviera metida en un horno de paredes grises donde sólo llegase el calor puro.

En la moto uno se sentía atípico. Como si fueran las nueve de la noche de un otoño en el que uno va sudando por exceso de abrigo. Pero aquí no había exceso de abrigo, simplemente es que el aire, la atmósfera, estaba caliente y densa, como si pudiera agarrarse un puñado y meterlo en un bote.

Medité bastante sobre ello durante la vuelta la casa y la verdad es que, pese a lo incómodo, era un sensación extraña.

Nos varían unos pocos grados la temperatura o la densidad del ambiente y uno ya se siente como en otro planeta.

Si entonces no fuera por el propio placer que me generaba esa sensación de extrañamiento, supongo que hubiera podido vernos como creo ahora que eso muestra que somos: unos ingenuos, frágiles y minúsculos humanos metidos en nuestra calentita e insignificante burbuja azul (a veces gris) flotando en el universo.

Al menos, ya que uno pasa calor, que sea de forma diferente.

PD: para la próxima vez contaré como es el calor húmedo de las mañanas. El que me recuerda a mis veranos de pequeño y el que (sin conocerlo) se me hace parecido al calor húmedo de las tardes en Misisipi.

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